Casi puedo oír las voces del coro, correteando por la Iglesia, un domingo, un domingo cualquiera.
O un domingo de esperanza,
de humanidad, de alegría de Dios.
Un domingo de esperar con los hermanos, de vivir con los hermanos,
de ser con los hermanos.
Un domingo para amar y ser amado.
Un domingo que no se esconde tras los árboles que permiten que sus hojas huyan de la brisa.
Un domingo que podría ser lunes, y martes, y miércoles.
Pero que quiere ser Domingo.
Quiere ser día del Señor.
Quiere trazar y borrar. Las huellas de todos los que pasamos por él. Fugaces, solitarios.
Pendientes de una verdad a medias. De una mentira escondida.
Pendientes de una vida que se escurre sigilosamente
entre los dedos, ásperos y débiles,
pendientes de un corazón que no se encuentra.
De un corazón que clama desesperado,
de un corazón que no quiere sucumbir en la indiferencia;
de un corazón que necesita.
Necesita de todos.
De los comprometidos, de los que se alejan,
de los que quieren pero no pueden,
de aquellos que piensan en dar más, de aquellos que llegan derrotados
y se dejan caer en el sofá delante del televisor,
de aquellos cuyas fuerzas se consumen,
de aquellos cuya alegría desborda el infinito.
De aquellos que ven a Dios en cada pared,
en cada recoveco escondido de la celosa mirada del mundo
y en cada espacio de tiempo a salvo
de la interminable historia que nunca se acaba.
De los que no vemos aunque tengamos delante algo en que creer.
Porque la fe mueve montañas.
Montañas que no se ven, que se esconden.
Porque hay montañas que escalar, hay valles que atravesar,
hay una vida que guiar, que trazar, que disfrutar, que vivir.
Hay una vida que seguir, con tacones, con katiuskas o con botas de tacos.
Y hay un Dios que nos pregunta, un Dios que nos “exige”,
un Dios que nos dice:
“No fuiste tú quién me escogió, fui yo quien te llamó a ti”.
Quizás por eso, nos demos tan poco, tan despacio, tan en silencio
a esos que nos necesitan;
y si nos diésemos más no estaríamos en otros asuntos.
Si nos diésemos a otros quizás no terminaríamos nunca de darnos.
Y esa es la meta: que siempre demos.
Por eso Dios nos repite: “yo te elegí a ti”,
para que seas testimonio vivo, sangre que vive y corre,
vida que fluye y se da.
Amor que mueve montañas, ríos y mares.
(Fuente: tomado de la web de Ciudad Redonda, escrito por Tere)