Desde la experiencia de unos hijos concebidos a imagen del creador, desde un sentimiento visceral de sorpresa amarga, nace precisamente la «gran historia de salvación» en la que todos estamos implicados.
Dios sigue apostando por el hombre a través de su misericordia infinita demostrada, de forma desbordante, en su Hijo Jesucristo. Una misericordia, la Suya, que nos ha divinizado a nosotros, los hombres. Una misericordia, la de Dios, que pide misericordia.
El Padre nuestro que está en los cielos no puede evitar lanzar un vistazo a la tierra. Es como una madre que ha dejado por un rato solos a los hijos, y teme que hagan alguna trastada. Los contempla en silencio, mientras piensa para sí lo distintos que han salido esos hijos suyos, a pesar de que los hizo a su imagen y semejanza. Las entrañas le pegan un vuelco de tristeza. Él les había dado el gran don de la libertad, y ellos lo estaban empleando para alejarse él.
Tuvo que estremecerse de pesar por estos hijos caprichosos, que con sus ansias de tener, de poder, de manejarlo todo, de ser «dioses», iban dejando a su paso toda una legión de pobres que no tenían lo necesario para vivir, forzados a vagar y emigrar por la superficie de la tierra, una multitud de sufrientes y marginados...
Pero eran suyos, tiernamente suyos, llevaban su mismo aliento. Su amor por ellos era grande y fuerte, incondicional, incansable e inagotable, ¡visceral!... Y por eso se llenaba de una tristeza profunda que, curiosamente, será la que le empuje a salir continuamente a su encuentro, a darles mil y una ocasiones de volver a la casa de la fraternidad, a la mesa compartida, a la tierra de la paz. Ellos, sus hijos, ponían poco de su parte, pero Él no iba a dejar que ellos le dijeran cómo tenían que tratarnos. Este mundo será distinto sólo si los hombres pueden mirarse en un espejo que les devuelva su verdadera y olvidada 'imagen': la suya. Así estalló la «historia de la salvación», que es la historia de un amor no correspondido.
Como decía Juan Pablo II, los autores bíblicos fueron dándonos «una imagen trepidante de su amor que en contacto con el mal, y en particular con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia» (Dives ín Misericordia 52). Dios se empeñará en envolver con su compasión a todas sus criaturas (Sir 18,1-14).
Su misericordia se convirtió en elección, ligándose a un pueblo mediante una alianza de fidelidad, que hará de su amor un compromiso y casi una obligación. Un pacto unilateral por el cual cuidará siempre de sus hijos: ellos serán su pueblo y Él será su Dios. Así, quedará recogido en aquella fórmula del Éxodo 34,6-7: «El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados». Y sonará como un estribillo por toda la historia aquello de «...porque es eterna su misericordia» (Sal 107). Israel sabe que juega con esta ventaja y no duda en recurrir siempre a Dios para pedirle su perdón. Y Dios actúa siempre como un padre o madre que no busca más que el bien de su hijo 0r 3,19) o como un pastor que protege y ama a las ovejas de su rebaño (Ez 34,12-22).
Así podemos describir la misericordia de Dios como un sentimiento profundo, íntimo y amoroso ante la desgracia, que se traduce en compartir con el necesitado, ser condescendiente con el débil, compadecerse, estar disponible, perdonar, inclinarse hacia el miserable, servir... Es absolutamente gratuita, y sólo requiere de nosotros que la aceptemos y creamos en ella. Cualquiera que se ponga a la escucha de Dios, percibirá que Él se le acerca para ser misericordioso.
Tuvo que estremecerse de pesar por estos hijos caprichosos, que con sus ansias de tener, de poder, de manejarlo todo, de ser «dioses», iban dejando a su paso toda una legión de pobres que no tenían lo necesario para vivir, forzados a vagar y emigrar por la superficie de la tierra, una multitud de sufrientes y marginados...
Pero eran suyos, tiernamente suyos, llevaban su mismo aliento. Su amor por ellos era grande y fuerte, incondicional, incansable e inagotable, ¡visceral!... Y por eso se llenaba de una tristeza profunda que, curiosamente, será la que le empuje a salir continuamente a su encuentro, a darles mil y una ocasiones de volver a la casa de la fraternidad, a la mesa compartida, a la tierra de la paz. Ellos, sus hijos, ponían poco de su parte, pero Él no iba a dejar que ellos le dijeran cómo tenían que tratarnos. Este mundo será distinto sólo si los hombres pueden mirarse en un espejo que les devuelva su verdadera y olvidada 'imagen': la suya. Así estalló la «historia de la salvación», que es la historia de un amor no correspondido.
Como decía Juan Pablo II, los autores bíblicos fueron dándonos «una imagen trepidante de su amor que en contacto con el mal, y en particular con el pecado del hombre y del pueblo, se manifiesta como misericordia» (Dives ín Misericordia 52). Dios se empeñará en envolver con su compasión a todas sus criaturas (Sir 18,1-14).
Su misericordia se convirtió en elección, ligándose a un pueblo mediante una alianza de fidelidad, que hará de su amor un compromiso y casi una obligación. Un pacto unilateral por el cual cuidará siempre de sus hijos: ellos serán su pueblo y Él será su Dios. Así, quedará recogido en aquella fórmula del Éxodo 34,6-7: «El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados». Y sonará como un estribillo por toda la historia aquello de «...porque es eterna su misericordia» (Sal 107). Israel sabe que juega con esta ventaja y no duda en recurrir siempre a Dios para pedirle su perdón. Y Dios actúa siempre como un padre o madre que no busca más que el bien de su hijo 0r 3,19) o como un pastor que protege y ama a las ovejas de su rebaño (Ez 34,12-22).
Así podemos describir la misericordia de Dios como un sentimiento profundo, íntimo y amoroso ante la desgracia, que se traduce en compartir con el necesitado, ser condescendiente con el débil, compadecerse, estar disponible, perdonar, inclinarse hacia el miserable, servir... Es absolutamente gratuita, y sólo requiere de nosotros que la aceptemos y creamos en ella. Cualquiera que se ponga a la escucha de Dios, percibirá que Él se le acerca para ser misericordioso.
NOS VISITARÁ EL SOL QUE NACE DE LO ALTO
El desbordamiento divino de la misericordia tiene un nombre de persona: Jesucristo. En él se ha encarnado toda la misericordia (Tit 3,4-5), nos ha visitado un Sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte (Lc 1,78), de modo que podemos comprobar que «su misericordia continúa con sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50). Si Dios ha sido capaz de hacer esto por el hombre a pesar incluso de nuestro pecado (¡y gracias a él!), nos está elevando a categoría divina. Como decían los Santos Padres de la Iglesia: se hizo hombre para que los hombres sean recreados, deificados. Tenemos desde entonces un sumo sacerdote en todo semejante a nosotros, para poder ser compasivo y acreditado ante Dios para poder expiar los pecados del pueblo (Hb 2,17).
Toda la vida de Jesús es un canto a la misericordia. Él mismo nos propone que seamos misericordiosos como nuestro Padre (Lc 6,36), y así seremos perfectos (Mt 5,48). Para que quede más claro, hace de la misericordia del Padre su programa, como él mismo lo proclama al entrar en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-19).
La escuela rabínica había llegado a establecer que la misericordia había que ejercerla sólo con los de la propia raza o secta. Jesús, en cambio, propone al hereje samaritano como modelo del que cumple el mandamiento principal. Es que el amor y la misericordia consisten en compadecerse, sentir que el miserable caído al borde del camino espera que yo haga algo eficaz por él. Sea quien sea y sea como sea. Hasta el punto de que los salvados en el día del juicio serán sólo aquellos que nos han pasado de largo y se han tomado en serio el hambre, la sed, los sin techo, los desnudos, enfermos y encarcelados y han puesto su tiempo y sus bienes a disposición de todos estos «sus hermanos más pequeños». Ya dice St 2,13: «Si alguno tiene bienes en este mundo y ve a su hermano en la necesidad y le cierra sus 'entrañas' ¿cómo puede estar en él el amor de Dios?».
Las madres siempre encuentran mil razones para disculpar el mal comportamiento de su hijo. ¡Qué difícil se les hace juzgarlos! Por eso la misericordia se cuida de condenar inocentes (Mt 12,6). Es más: Jesús nos exigió no juzgar para no ser juzgados. La condena que hacemos del otro es equivalente a la nuestra. Y aún más: incluso el perdón de Dios está condicionado al perdón que nosotros repartamos, tal como rezamos en el Padrenuestro (Mt 6,12-15).
DICHOSOS LOS MISERICORDIOSOS
...Porque Dios tendrá misericordia de ellos. Esta proclamación de Jesús va contra ese principio tan bien asumido en nuestra sociedad: «Cada uno a lo suyo», complicarse la vida lo menos posible y pasar de largo ante los apaleados y abandonados al borde de los caminos (Lc 10,30ss). Éste es un modo de vivir cómodamente, pero no es el modo de ser feliz. Los cristianos nos hemos acercado al Señor, y por eso de nuestras entrañas tienen que brotar torrentes de agua viva (Jn 8,38), torrentes de fecundidad, de misericordia, de Espíritu de Jesús. La misericordia está lejos de ser un sentimiento bobo de lástima por los que lo pasan peor que nosotros. Tendremos misericordia si se nos revuelven las tripas cuando vemos que a un hermano le falta algo. Como decía Sto. Tomás: «Compartimos la miseria (miseria-cordis) de los demás en la medida en que la hacemos propia». Si la Iglesia (todos los creyentes) quiere ser Madre de la Misericordia, tiene que contemplar mucho a Dios y aprender a no juzgar y condenar, a tender más puentes, a vibrar y estremecerse como una madre al ver a sus hijos perdidos o sufrientes, y estar dispuesta a rebajarse, a encarnarse y hacer suyas todas las cruces de la tierra. Las «obras de misericordia» han de ser nuestro distintivo, mucho antes que las leyes, ritos, instituciones, grandes concentraciones o cargos influyentes...
Y digo que hay que contemplar mucho a Dios para experimentamos amados y acogidos por El, descubrirnos recibiendo todo de Él... y sólo así comprenderemos realmente lo que le falta al que no ama, al que no se sabe amado. No conseguiremos que nuestros hermanos entren en comunión con Dios, que su misericordia llegue a sus fieles de generación en generación, si no les hacemos entrar en comunión con nosotros, si no acogemos al mundo con cariño y le ayudamos a ser aquello para lo que Dios lo pensó. Todo lo demás tiene poca importancia, porque quien actuó con misericordia se parece tanto a Dios (Lc 6,36) que ni siquiera será juzgado. Porque la misericordia de Dios nos ha divinizado, nos ha hecho semejantes a Él. ¡Por eso somos dichosos!
Toda la vida de Jesús es un canto a la misericordia. Él mismo nos propone que seamos misericordiosos como nuestro Padre (Lc 6,36), y así seremos perfectos (Mt 5,48). Para que quede más claro, hace de la misericordia del Padre su programa, como él mismo lo proclama al entrar en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-19).
La escuela rabínica había llegado a establecer que la misericordia había que ejercerla sólo con los de la propia raza o secta. Jesús, en cambio, propone al hereje samaritano como modelo del que cumple el mandamiento principal. Es que el amor y la misericordia consisten en compadecerse, sentir que el miserable caído al borde del camino espera que yo haga algo eficaz por él. Sea quien sea y sea como sea. Hasta el punto de que los salvados en el día del juicio serán sólo aquellos que nos han pasado de largo y se han tomado en serio el hambre, la sed, los sin techo, los desnudos, enfermos y encarcelados y han puesto su tiempo y sus bienes a disposición de todos estos «sus hermanos más pequeños». Ya dice St 2,13: «Si alguno tiene bienes en este mundo y ve a su hermano en la necesidad y le cierra sus 'entrañas' ¿cómo puede estar en él el amor de Dios?».
Las madres siempre encuentran mil razones para disculpar el mal comportamiento de su hijo. ¡Qué difícil se les hace juzgarlos! Por eso la misericordia se cuida de condenar inocentes (Mt 12,6). Es más: Jesús nos exigió no juzgar para no ser juzgados. La condena que hacemos del otro es equivalente a la nuestra. Y aún más: incluso el perdón de Dios está condicionado al perdón que nosotros repartamos, tal como rezamos en el Padrenuestro (Mt 6,12-15).
DICHOSOS LOS MISERICORDIOSOS
...Porque Dios tendrá misericordia de ellos. Esta proclamación de Jesús va contra ese principio tan bien asumido en nuestra sociedad: «Cada uno a lo suyo», complicarse la vida lo menos posible y pasar de largo ante los apaleados y abandonados al borde de los caminos (Lc 10,30ss). Éste es un modo de vivir cómodamente, pero no es el modo de ser feliz. Los cristianos nos hemos acercado al Señor, y por eso de nuestras entrañas tienen que brotar torrentes de agua viva (Jn 8,38), torrentes de fecundidad, de misericordia, de Espíritu de Jesús. La misericordia está lejos de ser un sentimiento bobo de lástima por los que lo pasan peor que nosotros. Tendremos misericordia si se nos revuelven las tripas cuando vemos que a un hermano le falta algo. Como decía Sto. Tomás: «Compartimos la miseria (miseria-cordis) de los demás en la medida en que la hacemos propia». Si la Iglesia (todos los creyentes) quiere ser Madre de la Misericordia, tiene que contemplar mucho a Dios y aprender a no juzgar y condenar, a tender más puentes, a vibrar y estremecerse como una madre al ver a sus hijos perdidos o sufrientes, y estar dispuesta a rebajarse, a encarnarse y hacer suyas todas las cruces de la tierra. Las «obras de misericordia» han de ser nuestro distintivo, mucho antes que las leyes, ritos, instituciones, grandes concentraciones o cargos influyentes...
Y digo que hay que contemplar mucho a Dios para experimentamos amados y acogidos por El, descubrirnos recibiendo todo de Él... y sólo así comprenderemos realmente lo que le falta al que no ama, al que no se sabe amado. No conseguiremos que nuestros hermanos entren en comunión con Dios, que su misericordia llegue a sus fieles de generación en generación, si no les hacemos entrar en comunión con nosotros, si no acogemos al mundo con cariño y le ayudamos a ser aquello para lo que Dios lo pensó. Todo lo demás tiene poca importancia, porque quien actuó con misericordia se parece tanto a Dios (Lc 6,36) que ni siquiera será juzgado. Porque la misericordia de Dios nos ha divinizado, nos ha hecho semejantes a Él. ¡Por eso somos dichosos!
Enrique Martínez de la Lama
(Publicado el 13 de Febrero del 2008 en http://www.ciudadredonda.org/)
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